Archivos para abril, 2014

apus-580x332
Foto: PUINAMUDT

Inicio

Aldeanos

Publicado: abril 29, 2014 en Uncategorized

La vuelta a la tribu. Recuerdo que el diario El Comercio durante mucho tiempo en sus noticias ignoraba al APRA, ahora ha cambiado rotundamente, y muchas veces, los apristas son titulares de sus noticias. Se ha convertido casi en un vocero del candidato aprista a la presidencia de la República como es Alan García Pérez. Me causa rubor que el decano de la prensa nacional se baje los pantalones tan burdamente para pellizcar el poder. Pero esta política de la ignorancia promovida por esa familia que detenta ese medio de comunicación no conllevaba a nada. Era una muestra de desprecio. Es mirar torpemente a la realidad. Es negar por negar. Es casi esquizofrénico. Pero igual pasa por aquí con los diarios que asumen posiciones del nacionalismo periférico (catalanes, vascos o cierto sector gallego). Quieren ir de modernos y son unos carcamales de campeonato. La tontería provinciana, en el sentido de las ideas, les puede más. Una muestra de ello son los titulares de los diarios catalanes, es mirar ignorando lo que pasa alrededor de España (como lo hacía el diario El Comercio), ellos y ellas son el centro, el ombligo del mundo, el resto son zarandajas (un ejemplo de esta mirada aldeana es lo que ocurre con el fútbol -a los nacionalistas de ambos extremos este deporte tiene mucha miga simbólica) cuando juega y gana el Real Madrid suelen hacerle vacío en los diarios catalanes; en el tenis cuando no queda un finalista español, en la sección deportes casi pasan de largo en el telediario “españolista”; eso es una actitud de un solipsista cojonudo como lo fue el franquismo que, desgraciadamente, les ha salpicado mentalmente a todos estos mequetrefes que juegan con banderas y otras estupideces. Pero igual pasa con los diarios nacionalistas “españolistas” miran con desdén lo que pasa en la periferia. Por lo general encontramos una mirada desenfocada de lo que ocurre en este Reino, es de lamentar. En lugar de nutrirse mutuamente, pierden. Así son de pánfilos.

Cogorza de datos

Publicado: abril 28, 2014 en Uncategorized

En España las campañas electorales suelen ser muy aburridas, sosas hasta el empacho. Es un claro síntoma de la calidad de esta democracia. El otro extremo es Perú y alrededores donde el pícaro o pícara es el que se lleva las palmas con sus tretas y la calidad de la democracia deja mucho que desear. Pero aquí los candidatos no hablan, se esconden. Bueno, al menos es la estrategia del actual gobierno conservador, estoy seguro que un gobierno socialista de centro derecha también lo haría como el PSOE. Los ministros y demás acólitos de sus partidos no hablan, se callan. Se han cocido la boca. Esa es la estratagema. Los que hablan son los datos, ellos hablan por sí solos. “España va bien, hemos salido del hoyo”. El turismo es la maquinaria que nos sacará del túnel y todos los días por la tele te rellenan de datos y más datos (se parecen a las estadísticas sobre el sexo, nadie las cree), el empleo se ha reducido (a pesar que cada vez este empleo precario). Aquí el gobierno en contubernio con los medios de comunicación hace su propia fiesta al elector/electora promedio. Hay que pasar datos aunque estos no se entiendan, que importa. Así cuando uno amanece tienes un alud de información estadística de lo bien que va el país. “Esta guay, fenomenal”. La gente ha gastado más en esta semana santa, ha roto la hucha y tiene confianza en la economía. Esas medallas son del gobierno. Hala, el milagro económico ha vuelto. Este escenario ilusorio contrasta con la economía doméstica y real, que hay una alta, altísima tasa de paro, que la economía de las familias no mejora, que la calidad de la sanidad está cada día peor por el virus privatizador de sus gestores, que la educación pública se va al traste por un pésimo manejo de los políticos que quieren dejarlo todo en manos privadas o concertadas. Pero el país ha encontrado su rumbo, lo dice sin rubor un líder político implicado en corrupción y que tiene las riendas del gobierno.

En el mar de las emociones

Publicado: abril 24, 2014 en Uncategorized

Un adversario sale a jugar contra otro, está haciendo un buen partido y en determinado momento se rompe mentalmente y pierde todos los puntos ganados ¿Qué pasa por nuestras cabezas en esos momentos? ¿Por qué algunos tienen una cabeza que resiste mejor los envites internos de las emociones? Es una de las preguntas que me hago cuando observo un partido de tenis, de fútbol o de situaciones de la vida cotidiana ¿Por qué algunos contra-argumentan mejor que otros? Leía en el diario que Rafa Nadal, actual número uno del tenis, confesaba que lo que le pasó en Australia – un fuerte dolor lumbar que le impidió desarrollar su juego ante Stanislas Wawrinka, le ha dejado tocado la cabeza (para traducirlo, son miedos que le acorralan en determinados momentos de su juego). El campeón de la tierra batida es asediado por los temores y logran dejarlo tocado, lo minan como el comején a la madera. A este apolíneo jugador le visita el miedo, es más humano, en un momento pensé que su cabeza era un bloque de acero sin fisuras pero no. O el famoso miedo de los escritores/ras a la página en blanco, que puede producirte un atasco cojonudo, a propósito vale preguntarse sí a Lope de Vega o a García Márquez pasaron alguna vez por el trago amargo de la página en blanco, pero lo interesante es no saber si lo tuvieron o no (que seguro que sí porque son humanos), lo importante es como desatascaron ese descalzaperros. Las emociones en el ser humano son muy importantes. No hay decisiones solo racionales sino que están aliñadas por ellas, las emociones. Igual que el miedo (que es una emoción) hay que saber conducirla sino es un alud que se viene contra uno. Te atenaza y no deja actuar. Pero lo que pasa dentro del tutumo todavía está sin carta de navegación.

Tenemos un país con innumerables planes lectores y sin lectores en ejercicio. A las instituciones educativas privadas les interesa terror, vampiros y un largo etc. Alfaguara sólo vende y cobra. A estudiantes de instituciones nacionales sus maestros les recetan Cuauhtémoc Sánchez, Osho, Cornejo, y una retahíla de literatura de exitología, sin antes leerlos. El libro como material de superación es pan inútil para la gran mayoría de maestros y alumnos peruanos. En Cuzco, la casa donde vivió el Inca Garcilaso es una oficina intrascendente, donde no se halla ninguna biografía ni bibliografía sobre él. En Cuzco en 400 años el clima educativo y cultural es inútil por escaso.

Pizarra de Aire. Esteban Quiroz Cisneros. Edición en preparación.

Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Señor Presidente de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señores y señoras.

Soy la cuarta mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta y cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta en Morelia, Michoacán.

Simone Weil, la filósofa francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, pero ella fue una exiliada de todo menos de su escritura.

La más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.

A Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.

María, Dulce María y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y sin embargo, hoy por hoy, son las mujeres de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede equivocarse.

Del otro lado del océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la definió: “Sor Juana/ es la llama trémula/ en la noche de piedra del virreinato”.

Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en los 975 versos de su poema “Primero sueño”. Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto inferiores.

Sor Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda científica. También dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela-testimonio “Hasta no verte Jesús mío”, no tuvo más que su intuición para asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno como una gracia sin precio y sin explicación posible. Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes había nacido como un hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas entre abrojos y espinas.

Mi madre nunca supo qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942, en el “Marqués de Comillas”, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos “a la inmensa vida de México” —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.

Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos. Al servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: “¿No le molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?”

Aprendí el español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que siempre se referían a la muerte. “Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a María/ que no se acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se la llevó”. O esta que es aún más aterradora: “Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/ con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./ —¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”

Todavía hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.

Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra “gracias” y pensé que su sonido era más profundo que el “merci” francés. También me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: “Zona por descubrir”. En Francia, los jardines son un pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y nos desafiaba:

“Descúbranme”. El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos.

¿Cómo iba yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados.

Quienes me dieron la llave para abrir a México fueron los mexicanos que andan en la calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad muchos personajes de a pie semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino, un barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la ventera. Antes, en México, el cartero traía uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su silbato, solo avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su desvencijada mochila. Antes también el afilador de cuchillos aparecía empujando su gran piedra montada en un carrito producto del ingenio popular, sin beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta. Al hacerla girar, el cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos en dos; los cabellos de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que le afila las uñas, le cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla dormir y cuando la ve vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un cuchillo largo y afilado en su espalda de mujer confiada. Entonces la ciudad llora quedito, pero ningún llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor de camotes que dejó un rayón en el alma de los niños mexicanos porque el sonido de sus carritos se parece al silbato del tren que detiene el tiempo y hace que los que abren surcos en la milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala para señalarle a su hijo: “Mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren; algún día, tú viajarás en tren”.

Tina Modotti llegó de Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla. Treinta y ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.

La última pintora surrealista, Leonora Carrington pudo escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.

Lo que se aprende de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador al mundo esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.

“¿Quien anda ahí?” “Nadie”, consignó Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”. Muchos mexicanos se ningunean. “No hay nadie” —contesta la sirvienta. “¿Y tú quien eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni se explica a sí misma, simplemente estalla.

Durante el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar escombros que después acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame nomás Juan”, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación.

Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado “La Bestia” con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados Unidos.

En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una “Homérica Latina” en la que los personajes son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes, los que llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en “angelitos santos”, la multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—. El novelista José Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: “Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más”. Habría sido mejor que dijera “un limpiabotas venido a menos”. Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se pregunta hoy por hoy en qué grado depende de los Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada por los chicanos.

Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo Octavio Paz.

Ya para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.

Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan.

Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”.

Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo.

El poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.

A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó: —Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?
Paula le dijo su edad y Luna insistió:
— ¿Antes o después de Cristo?

Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el “Excélsior”, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.

A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.

En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.

Muchas gracias por escuchar

Un día de primavera

Publicado: abril 22, 2014 en Uncategorized

Los días de primavera son impredecibles como cuando está en esa edad primaveral, la edad del pavo, esa edad adolescente donde es difícil conducirnos. Aviso: nadie se escapa de ella. Nos llenamos de contradicciones. De rebeldías fatuas y hueras. Cambios constantes de tonos y respuestas. Miras al mundo adulto con asco y con resignación, cuestionas esas reglas de juego sociales, te parecen memas. Notas también cambios fisiológicos que te asombras desde el cambio de voz hasta los pellillos en la cara, el acné que te persigue y quieres ocultar esa parte del rostro. Quizás por eso el bamboleo existencial, me parece, creo, la mar de oportuno para que uno se zangolotee dentro. Necesita un remezón pero sí este persiste a lo largo del tiempo (el adolescente eterno es un frase/indicador muy reveladora y debes ponerte a pensar), entonces, hay que acudir a un profesional del tutumo. En esas aguas primaverales hay la persistencia y una lucha constante para que nada está en su sitio, lo remueves por el sano (je, perverso) gusto. Es un tiempo de inestabilidad como las predicciones del clima de mi época, que pocas veces acertaban – en eso de las predicciones mi abuela era mucha más certera. Son esos momentos de tu vida donde la monotonía cotidiana se difumina. Cada día al levantarse en esa época de la vida uno termina preguntándose cada mañana sobre el clima interior ¿Qué pasará hoy? Y pasaba de todo. Mares de fondo, borrascas, aguaceros, chubascos intermitentes, las cotas de nieve a determinada altura, soleado y sin nubes, cielos encapotados. Es un período donde las sacudidas son frecuentes. Pero eso mismo pasa en la primavera, es una estación en la que hay remover todo. Es un ejercicio de saneamiento existencial.

carátula

El derecho y la gestión local del agua en Santa Rosa de Ocopa Junín, Perú
Jorge Armando GUEVARA GIL
IPROGA, Instituto de Promoción para la Gestión del Agua
Segunda Edición, 2013.

El hombre del traje liquilique

Publicado: abril 20, 2014 en Uncategorized

DSCN3973

La soledad de América Latina

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía.

Muchas gracias.

Discurso que Gabriel García Márquez dio al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1982

Fragilidad

Publicado: abril 20, 2014 en Uncategorized

El mundo de los deportes es realmente cruel en los fracasos, sumamente perverso. Observas que las emociones transitan de un extremo a otro. Del odio al amor apenas es una frontera sin definir. Pendular y contradictorio de sentimientos. Los periodistas deportivos –muchos de ellos son bípedos de cuestionada moral y con gran déficit de espíritu deportivo, han lisonjeado al equipo Barcelona de Messi hasta ponerlos juntos con Dios [no se preocupen los católicos y creyentes devotos, se trata del Dios Maradona] ahora ante las derrotas que encaja al equipo lo único que hacen esos miserables es cuestionarlo todo. Muchos de los comentarios no dignifican la condición humana dejando caer frases racistas y xenófobas. Ni les cuento el comportamiento de los hinchas culés, meten miedo [me atrevo a afirmar que un talibán madridista sea igual de torpe] a parte de insultarlos, algunos con frases xenófobas, no saben entender esos momentos tan bajos al equipo, sí a ese equipo que les hizo soñar y disfrutar de momentos dulces; es no entender la vida escenificaba en una cancha de fútbol. Me pregunto ¿qué emociones les hace caminar para insultar?, ¿Están mostrando su verdadero rostro, ese gorila autoritario que todos y todas tenemos dentro? Sí bien es cierto que su estrella Messi está pasando un mal momento nadie se ha puesto a pensar en algún momento ¿Por qué está así? En vez de arroparlo y mimarlo, y con un esfuerzo más, entenderlo, lo único que recibe son más vejaciones ¿esos son los hinchas ejemplares que públicamente besan el escudo de su equipo y hacen otras demostraciones de lealtades estériles? El deporte con personas como esos hinchas no gana, pierde. Se vuelve banal y sin sentido. Deberían aprender de los bonobos para resolver sus conflictos.